Ella era bella y lo amaba. Él era seductor y también la amaba a Ella.
Ella amaba el vino, los campos soleados en flor, las vides y los olivos mecidos por el viento en las tardes de primavera.
Ël amaba las comidas sazonadas para un paladar exquisito y agasajarse con banquetes pantagruélicos regados con las mejores bebidas.
Los días tristes y neblinosos eran sus favoritos.
Él y Ella se juntaban en lugares soleados adonde también la niebla y la lluvia persistente oscurecían el día y, a veces, también la noche. Mientras los soles alumbraban y calentaban, Ella lo amaba.
Cuando las tenues lloviznas mojaban las calles desiertas, Él la amaba más.
Cada vez que se encontraban Ella traía un vino añejo y ambos lo vertían en finísimas copas, bebían y degustaban exquisitos manjares con placer.
Ella y Él creaban un clima apacible entre las velas, penumbras estratégicas y aromas.
Allí la llama de la pasión se encendía, en un mágico ambiente, y se amaban acaloradamente hasta que el sol o la lluvia los despertaba a un nuevo día.
Ella amaba el sol y el mar. Él, la lluvia y la niebla. Ella y Él se mezclaban y entrelazaban sus cuerpos entre arrebatos climáticos.
El tiempo fue pasando. Hoy entre Ella y Él soplan otros vientos.
La lluvia fue apagando al sol, la niebla oscureció su brillo, el calor se fue enfriando y Ella se fue a buscar otros soles.
Él camina melancólico bajo una tenue llovizna pero ni a Ella se le ocurrió buscar un paraguas ni a Él comprarse una sombrilla.
Mónica Landolfi
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